En el pintoresco pueblo de Eldoria, enclavado entre colinas ondulantes y bosques susurrantes, vivía una joven llamada Elara. Sus ojos brillaban como el rocío de la mañana, y su risa era una melodía que danzaba en la brisa. Ella era el corazón del pueblo, llevando calidez a sus calles adoquinadas y alegría a su gente. Sin embargo, su corazón guardaba un secreto, uno que florecía en el silencio de la noche y en la soledad de sus pensamientos.
Elara siempre había sido atraída por la figura misteriosa que vivía en las afueras de Eldoria. Su nombre era Aiden, un artista taciturno cuyas manos creaban magia en el lienzo, pero cuya alma parecía siempre envuelta en sombras. Rara vez se aventuraba al pueblo, prefiriendo la compañía de sus pinturas y el consuelo de su aislada cabaña. A pesar de su distancia, Elara sentía una conexión inexplicable con él, un vínculo que ni el tiempo ni la lógica podían romper.
Sus caminos rara vez se cruzaban, pero cuando lo hacían, era como si el mundo contuviera el aliento. Aiden ofrecía un breve asentimiento, sus ojos nunca encontrando los de ella, pero Elara podía percibir el tumulto dentro de él. Anhelaba entender los profundos de su tristeza, ser la luz que ahuyentara su oscuridad. Pero el miedo la retenía, el miedo al rechazo, a romper el frágil vínculo que existía en las palabras no dichas entre ellos.
Una tarde de verano, mientras el sol se hundía bajo el horizonte, bañando el pueblo en un resplandor dorado, Elara se encontró atraída hacia la cabaña de Aiden. Se detuvo al borde de su jardín, su corazón latiendo con una mezcla de esperanza y temor. El aroma de rosas en flor colgaba pesado en el aire, un marcado contraste con el tumulto en su pecho. Reunió su valor, respiró hondo y llamó a la puerta.
Aiden respondió, su expresión una máscara de sorpresa y aprensión. Por un momento, se quedaron en silencio, el peso de las emociones no expresadas colgando entre ellos. La voz de Elara temblaba mientras hablaba, «Aiden, yo… he venido a entender. A escuchar.» Sus ojos se suavizaron, y por primera vez, permitió que una pizca de vulnerabilidad aflorara. Se hizo a un lado, invitándola a su mundo, un mundo pintado con los matices de su alma, donde el amor y la tristeza danzaban en un delicado, desgarrador vals.
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